EL CLARIN LLAMA A FORMACIÓN INMEDIATA
Hoy, al rayar
el sol, han de fusilar al tamborilero del regimiento, de tan solo quince años
de edad. Las campanas han doblado lúgubremente doce veces desde las once, hora
a la que cayó preso el reo.
A las cuatro
menos quince de la madrugada, un grupo nutrido de mariachis se arriman a las
paredes exteriores de la iglesia, buscando abrigo, con la certeza de que han
sido convocados para dar alguna celebración fuera de lo común, serenata que ha
de rendirse, cuando el sol proyecte su primer rayo en el horizonte, a alguna
doncella del pueblo, tipo “Las mañanitas huastecas”.
El protosoldado,
Cadete de Caballerizas, se sabe culpable. Ha abandonado su puesto de vigilancia
justo cuando la vecinita de enfrente le ha mostrado querendona dos almohadas,
desde la ventana. Fue atrapado in fraganti, con las manos metidas en la
levadura.
A las cuatro
a eme, desfilan entre contritos y dicharacheros ante la futura víctima de
ajusticiamiento, estrechándole la mano como despedida, todos sus compañeros de
armas.
Faltando quince
minutos para la hora, el muchacho se desmaya, mientras el General que lo
custodia ha ido al baño. Cuando regresa, lo da por muerto y lo envía de
urgencia a la iglesia, por si el cura pudiera hacer algo por el alma del
difunto. Cuatro soldados lo transportan sobre una camilla de campaña sobre sus hombros,
a paso redoblado. A la entrada de la Plaza, cuatro charros bigotudos y enormes,
de blanco cerrado, relevan a los soldados que regresan al cuartel y toman sobre
sus hombros, como por acuerdo tácito, la carga.
Justo al
entrar al atrio, explota la luz en los vitrales y en la bóveda secular del
templo, un coro in crescendo de violines, guitarras y tenores, inicia la
conocida marcha triunfal de cumpleaños. El joven se despierta entre sorprendido
y azorado aunque con una expresión de inocencia y felicidad en su estado más
puro en el rostro, como si resucitara de un hermoso y profundo sueño. El joven
se sienta sobre su cama-móvil, movimiento que paraliza como si los tocara de
pronto un rayo, a los cuatro charros que, tras el asombro, lo bajan como a un
santo que regresara de la muerte.
Había que
fusilar a alguien, dijeron en el cuartel. “¡El General huye!”, grita alguien
desde la torrecilla de la esquina. Tras un breve galope, regresa dessombrerado
el oficial que, en silencio, ve caer
desde su pecho las estrellas y del asta, la bandera del batallón. Se ha
disuelto el ejército.
A nadie fusilaron aquella mañana. El sol perdona.
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