IDILIA
Vengo de una
mítica ciudad ubicada en un exacto valle que determinan los picos de la corona
de montañas en torno sobre una de las cuales cumbres, esplende Alcor, la eterna
rediviva, la Sierva. Es fértil este valle, tanto como la imaginación de quien
hacia ella emprenda y conquiste sus caminos, velados a los sentidos de
orientación no idealistas y resguardados de los intrusos por las ventiscas en
los espacios entre cumbre y cumbre, que hacen imposible toda epopeya icárica y
hercúlea. Un río dentro y fuera fluye rumoroso, bañando sus riberas,
sustentando la fertilidad de las parcelas que alimentan a sus laboriosos
habitantes que, embebidos en las íntimas contemplaciones mutuas, hacen de la
colectividad agraria el sustento único de su desarrollo tecnológico sin que por
ello se hayan privado de los frutos que las búsquedas de placer en los factores exógenos les retribuye. Todo un jardín el valle.
Dentro de
las murallas de Idilia el tiempo es un eterno ciclo en que conviven y actúan
los elementos nutritivos de la escala de nueve peldaños de que es cero algebraico
el segundo, y que denominamos en orden ascendente: minuto, hora, día, semana, mes, año, década, siglo, milenio. El cero nuevo entre nós, es la era, huevo
que rompe la Humanidad cuando las puertas de Idilia se abren para que entre al
jardín su alma y beba nuestras aguas y vea lo que durante la próxima era ha de
recordar mientras boyero, vaya por los caminos cantando. Aquí el tiempo es un
concepto que se mide con la precisión de la mecánica suiza puesto que al “mensajero”
le urge cumplir su oficio más por amor a la misión que compromiso y no puede
permitirse la más leve pérdida de tiempo, el más leve extravío conceptual de
cuanto dice.
Buscar los
caminos que conducen a los jardines de Idilia por la orientabilidad
materialista resultará esfuerzo vano, vanidad infructuante, frustrante. Otras opciones
hallará el ser al sumergirse y nadar a contracorriente, venciendo la fuerza de
la corriente colosal de su propio río subterráneo en su retorno a la raíz
mítica en el mito de Arcadia o Edén, Aztlán o Uthopos, que por las vías aéreas
sólo volatilizándose, haciéndose sublime incienso el alma, que no el cuerpo,
logrará penetrar sin penetrar, el mundo que por inmaterial, le ha sido velado,
sin que por ello nuestro mundo deje de ser matheria.
La puerta se
abre siempre entre la vigilia y el sueño. No antes y enseguida se cierra.
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