jueves, 17 de diciembre de 2009

de PEROGRULLADAS Y OTROS ATISBOS:
EL POETA Y LA PALABRA
Aún no abre el recién nacido lo ojos a la luz y, ya entretejida con la canción de cuna, le llega al oído, desde la voz de la madre, como un vientecillo alegre o como un igualmente alegre y refrescante arroyo, la palabra. Palabra que aprende tras un año de escuchar, sólo y únicamente escuchar.
Al año, más o menos, se atreve a articular sonidos y acentos, logrando balbucear sus primeras nociones de fonética. El poeta aprende jugando. La palabra es su cómplice; es, en su mente, lo mismo que la madeja al gato-niño. Percibe tanto del entorno físico como de su entorno vital íntimo aquellos elementos que lo deslumbran y los nombra, descubriéndose descubridor del mundo por cuenta y riesgos propios; apasionadamente teje, desteje y torna a tejer los sonidos, buscando la puerta que le permita acceder al proceso de la construcción de un mundo propio: aquél que le proveerá de la clave para comunicar su visión de ese nuevo cosmo que se constituye, a la vez, en su camino y meta.
Lentamente, se aficiona a la búsqueda de la forma de decir correctamente su noción y su concepto de las cosas y se adentra en los abismos de la abstracción, decodificando y recodificando el mundo. Este ejercicio lo repite obsesivamente, ya que le resulta imposible decir o cantar con un acento que no sea sino el suyo y buscará reiterativamente, con el miedo siempre latente de no lograr encontrarlo. En esta lucha, que jamás deja de ser lúdica y titánica, las aristas se van suavizando poco a poco y el acento va tomando forma, esa forma única y propia con la cual el poeta dice sus asuntos y que se constituye en su estilo.
Toma el hombre conciencia, finalmente, de que la palabra es depositaria del misterio y la fuerza colosal necesarias para la transformación espiritual de la Humanidad y es por amor a ésta que denuncia la injusticia y el atropello, la deshumanización progresiva y la alienación a la que nos conduce un sistema-mundo en irreversible decadencia.
De más está decir que el poeta ama la palabra del mismo modo que el albañil su palaústre o la modista su máquina de coser, y que si por algún fatídico azar o capricho tirano le quitaran su capacidad de escribir cortándole las manos y la lengua, jamás dudaría en volver a aprender su oficio, sosteniendo, esta vez, la herramienta entre los dientes.
En la adversidad, se ha dicho, se prueban los quilates del corazón y en su pasión por el oficio, los del alfarero.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Muy valioso e interesante.
Saludos

Ely

Manuel Menassa de Lucia dijo...

Gracias por este texto.
Poeta a pesar de todo.
Un saludo