jueves, 19 de junio de 2014

EL CLARIN LLAMA A FORMACIÓN INMEDIATA



Hoy, al rayar el sol, han de fusilar al tamborilero del regimiento, de tan solo quince años de edad. Las campanas han doblado lúgubremente doce veces desde las once, hora a la que cayó preso el reo.

A las cuatro menos quince de la madrugada, un grupo nutrido de mariachis se arriman a las paredes exteriores de la iglesia, buscando abrigo, con la certeza de que han sido convocados para dar alguna celebración fuera de lo común, serenata que ha de rendirse, cuando el sol proyecte su primer rayo en el horizonte, a alguna doncella del pueblo, tipo “Las mañanitas huastecas”.

El protosoldado, Cadete de Caballerizas, se sabe culpable. Ha abandonado su puesto de vigilancia justo cuando la vecinita de enfrente le ha mostrado querendona dos almohadas, desde la ventana. Fue atrapado in fraganti, con las manos metidas en la levadura.

A las cuatro a eme, desfilan entre contritos y dicharacheros ante la futura víctima de ajusticiamiento, estrechándole la mano como despedida, todos sus compañeros de armas.

Faltando quince minutos para la hora, el muchacho se desmaya, mientras el General que lo custodia ha ido al baño. Cuando regresa, lo da por muerto y lo envía de urgencia a la iglesia, por si el cura pudiera hacer algo por el alma del difunto. Cuatro soldados lo transportan sobre una camilla de campaña sobre sus hombros, a paso redoblado. A la entrada de la Plaza, cuatro charros bigotudos y enormes, de blanco cerrado, relevan a los soldados que regresan al cuartel y toman sobre sus hombros, como por acuerdo tácito, la carga.

Justo al entrar al atrio, explota la luz en los vitrales y en la bóveda secular del templo, un coro in crescendo de violines, guitarras y tenores, inicia la conocida marcha triunfal de cumpleaños. El joven se despierta entre sorprendido y azorado aunque con una expresión de inocencia y felicidad en su estado más puro en el rostro, como si resucitara de un hermoso y profundo sueño. El joven se sienta sobre su cama-móvil, movimiento que paraliza como si los tocara de pronto un rayo, a los cuatro charros que, tras el asombro, lo bajan como a un santo que regresara de la muerte.

Había que fusilar a alguien, dijeron en el cuartel. “¡El General huye!”, grita alguien desde la torrecilla de la esquina. Tras un breve galope, regresa dessombrerado el oficial que, en silencio,  ve caer desde su pecho las estrellas y del asta, la bandera del batallón. Se ha disuelto el ejército. 

A nadie fusilaron aquella mañana. El sol perdona.


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