a Eyra Harbar
Hay en el medio un sabor amargo. ¿A quién le importa la poesía más que como una construcción hermosa de palabras? ¿A quién le importa el Ser detrás del poema, más que como agente de construcción de la cultura nacional o “universal”? ¿A quién le interesa la dureza de la experiencia cotidiana de los individuos devenidos poetas, cuando las mismas instituciones rectoras de la cultura les ignoran alevosamente porque no aceptan las directrices y políticas mecanicistas y mecanizantes?
El hecho concreto es que el sistema nos exige actitud mecánica en respuesta a sus impulsos, en consonancia con la naturaleza del sistema. Ay de quien no comprenda el resultado de la operación ¿aritmética?, pronto verá su nombre expurgado de los programas de mano y por tanto excomulgado de los beneficios que reporta la adhesión a los programas del sistema. En otras palabras, hay que ser dóciles… ser indóciles es para valientes estúpidos que no miden las consecuencias de lo que significa medirse contra Goliat. Acusar al gigante y enfrentarlo es asunto serio en el que no debe enfrascarse quien no pretenda vencerse antes a sí mismo. Al sistema, sin embargo, conviene la existencia de los rebeldes puesto que ello le obliga a la revisión de sus estrategias.
El panorama es sombrío. Da la impresión de que estamos inmersos en una paradoja de la que difícilmente (si es que existe posibilidad alguna) lograremos escapar o, por lo menos, disfrutar una porción mínima de latigazos como premio por la comprensión del mito prometéico. ¿Cómo evadir la realidad y convertirnos en agentes de cambio al margen de los caprichos del sistema?
Sabemos que con sólo poesía no lograremos la atención que reclamamos y que menos podemos dejarnos arrastrar al caos que patrocina el sistema cuando obliga a la masa a buscar la toma del poder. Tampoco, creo, el poeta busca más que poder decir al individuo aquello que sobrevive al individuo cuando, por su propia voluntad trasciende los planos de la belleza pura, estadio que convive con y en el individuo. Que el reconocimiento dependa de los márgenes de participación que se nos permita en los programas estatales, es claudicar ante la certeza de que somos, al margen del reconocimiento que, muchas veces si no siempre, significa el despojamiento de las certezas propias en interés de quienes dirigen el Estado.
Un ejemplo: los concursos envician; son los casinos a través de los que la sociedad compra la conciencia de los participantes que terminan escribiendo en un determinado estilo, con un determinado lenguaje, a un determinado público y, por tanto, endulzando el gusto auditivo o estético del jurado que al cabo, determinará si el autor aprendió o no la lección. El premio, reitero, embarga una trampa peligrosa más que toda trampa: se corre el riesgo de perder la identidad y con ello todo valor inherente al Ser. A ver: las publicaciones significan la distribución programada de la obra del autor en esferas de poder económico y cultural que obligan, por la naturaleza de las recién inauguradas relaciones, al desvinculamiento con los antiguos entornos sociales (no nos llamemos a engaños, es cierto), si queremos permanecer en la “rosca”.
Cuál es el propósito de la estética? ¿el de la ética? ¿y el de la poética? “Yo no vendo mi patria”, dijo el prócer del siglo XIX. ¿Cuántos con él dirían en su momento ¡YO NO VENDO MI PLUMA??? ¿qué es útil desde la poesía en un entorno donde lo útil se cuenta en efectivo y se paga con Master Card?
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